Encerrada en su Dama de Hierro, asomando su rostro por el agujero de la máscara pronuncia palabras en tono bajo, cauteloso de ser oído por otros que estén cerca a la Catedral y como un susurro de la noche, el viento lleva el eco de una voz celestial y muy femenina a cada oído inglés que encuentre a su paso, adquiriendo fuerza al adentrarse en ellos para dar el siguiente mensaje:
Estoy condenada a pagar por sus almas... Pero permítanme purificarlas, caballeros, damas. De esta manera podré brindarles la concesión de un deseo cualquiera, claro que, a cambio de su Eterna Lealtad...
Mi amada Inglaterra padece de maldad y su Majestad, la Reina, deja que esto se suscite. Yo, Jeanne, los convoco a pertenecer a una élite donde, al ser benditos por mí, podrán desenvolver sus habilidades de manera plena y a gusto para erradicar la impureza de nuestras sagradas tierras.
Queda a desición de ustedes colaborar con esta ambición o no...
Y callando, vuelve a la oscuridad, enredada entre espinas tortuosas, a la espera de algún osado, valiente o idealista.